La difusión de los hebreos a través de Europa y de todo
el mundo, durante la cual cada comunidad judía se unió con todas las demás por
vínculos de sangre, de fe y de padecimientos, les concedió la posibilidad de
manifestarse como internacionales, en una forma que ninguna otra raza, ni
comunidad de comerciantes en aquella época hubiera podido hacerlo. No sólo se
establecían en todas partes (lo mismo ocurre también con italianos o rusos),
sino que, allí donde estuvieren, guardaban íntimo contacto. Se hallaban ya
organizados antes que las demás comunidades internacionales, justamente por
éste sistema nervioso de la mancomunidad de la sangre. A numerosos escritores
de la Edad Media les llamó la atención el hecho de que los judíos solían estar
enterados de los sucesos europeos, antes de que lo fueran los mismos gobiernos.
Conocían también el ulterior desarrollo de los acontecimientos, comprendiendo de inmediato infinitamente mejor las condiciones y mutuas relaciones políticas, que los propios diplomáticos de carrera. Propalaban las informaciones interesantes de grupo a grupo, de nación a nación, preparando así, por instinto, el fundamento de la información financiera moderna, información que les resultó de incalculable valor para sus transacciones especulativas. Los conocimientos anticipados constituyeron, indudablemente una ventaja extraordinaria, en una época en que las informaciones todavía eran escuetas, lentas e inseguras, y les puso en condiciones de tornarse indispensables como intermediarios de los empréstitos de los Estados, negocio que los judíos siempre fomentaron. El judío trató siempre de tener a los Estados por clientes. Los empréstitos se emitían con frecuencia, en presencia de miembros de unas mismas familias financieras en los distintos países. Fueron estas familias las que, integrando una especie de directorio internacional, barajaban a reyes contra reyes, gobiernos contra gobiernos, explotando con una absoluta falta de conciencia las rebeldías nacionales existentes o provocadas en su propio y exclusivo provecho.
Conocían también el ulterior desarrollo de los acontecimientos, comprendiendo de inmediato infinitamente mejor las condiciones y mutuas relaciones políticas, que los propios diplomáticos de carrera. Propalaban las informaciones interesantes de grupo a grupo, de nación a nación, preparando así, por instinto, el fundamento de la información financiera moderna, información que les resultó de incalculable valor para sus transacciones especulativas. Los conocimientos anticipados constituyeron, indudablemente una ventaja extraordinaria, en una época en que las informaciones todavía eran escuetas, lentas e inseguras, y les puso en condiciones de tornarse indispensables como intermediarios de los empréstitos de los Estados, negocio que los judíos siempre fomentaron. El judío trató siempre de tener a los Estados por clientes. Los empréstitos se emitían con frecuencia, en presencia de miembros de unas mismas familias financieras en los distintos países. Fueron estas familias las que, integrando una especie de directorio internacional, barajaban a reyes contra reyes, gobiernos contra gobiernos, explotando con una absoluta falta de conciencia las rebeldías nacionales existentes o provocadas en su propio y exclusivo provecho.
Un reproche muchas veces repetido contra los financistas
judíos modernos se basa precisamente en que prefieran ante todo este terreno
para sus maquinaciones. Efectivamente, la mayoría de las críticas antisemitas
no se dirigen contra el negociante particular judío con clientela privada.
Millares de pequeños comercios judíos cuentan con nuestra general estima, y del
mismo modo respetamos también a decenas de miles de hebreos particulares como
vecinos nuestros. La crítica que con razón se dirige contra los financistas
judíos no es pues originada únicamente por motivos raciales. Desgraciadamente
esta aversión de raza, que como prejuicio conduce tan fácilmente a errores,
deriva del hecho cierto de que en la cadena financiera internacional, que rodea
al mundo entero, cada eslabón siempre corresponde a una cierta familia
financiera judía, a un capitalista judío, o a un sistema bancario judío. Muchos
pretenden ver en tal circunstancia una premeditada organización del poderío
judaico para dominar a todos los otros pueblos del mundo, en tanto que hay
quien lo explica tan sólo como el resultado de naturaleza y mutuas simpatías
judías, o por el desarrollo natural del sistema familiar del comercio hebreo,
que propende cada vez a abarcar más ramas en su actividad. Según las antiguas
escrituras, crece Israel como la vid, que hace brotar siempre sarmientos
nuevos, hundiendo cada vez más sus raíces; pero todo sigue formando parte de
una misma planta.
La facilidad de los hebreos para negociar con los
gobiernos halla también su explicación en las antiguas persecuciones, en cuyos
dolorosos momentos el judío comprendió el inmenso poder del oro sobre los
caracteres venales. Allí donde se dirigía, le perseguía como una maldición la
creciente antipatía popular. Los judíos, como raza, no se hicieron jamás
simpáticos, hecho que el más ferviente hebreo no negará, aunque se esfuerce por
ofrecer una explicación satisfactoria. Tal vez alguno que otro judío, como
particular, goce de nuestra estima, y hasta es posible que determinados rasgos del
carácter judío, detenidamente estudiados, nos resulten simpáticos. Sin embargo,
una de las cargas que soportan los judíos como raza, radica en la antipatía
colectiva de los otros pueblos. Existe esta antipatía en nuestra era moderna,
en países civilizados y en condiciones que, al parecer, tornan imposible toda
persecución.
El judío, en cambio, parece preocuparse muy poco de la
amistad o enemistad de los demás pueblos, acaso por los fracasos de épocas
pretéritas, o también, y con mayor verosimilitud, por suponerse hijos de una
raza superior a todas las otras. Pero sea cual fuere el verdadero motivo,
existe el hecho de que su tendencia principal se dirigió siempre a conquistar
para sí reyes y nobleza. ¿Qué les importaba a los hebreos que los pueblos murmuraran
contra ellos, en tanto los reyes y su corte fueran sus amigos? Así vimos
existir siempre, hasta en las épocas más duras para ellos, un "judío de
corte", que mediante sus préstamos y los grillos de la deuda, pudo
penetrar a cada instante en la antecámara real. Fue siempre táctica judaica
aquella del "camino recto al cuartel general". Jamás trató el judío
de conciliarse con el pueblo ruso; buscó, en cambio, las simpatías de la corte
imperial. Tampoco quiso nunca envolver en sus redes al Zar y a su Gobierno.
En Inglaterra se reía el hebreo del pronunciado antisemitismo del pueblo inglés. ¿No tenía acaso, detrás suyo a toda la nobleza? ¿No apretaba en sus manos todos los hilos de la bolsa londinense? Dicha táctica de ir "derecho al cuartel general" explica perfectamente la omnipotente influencia que tiene el Judaísmo sobre tantos gobiernos y la política de los pueblos. Semejante táctica pudo desarrollarse con facilidad por la habilidad del judío de poder ofrecer en cualquier momento aquello que los Gobiernos precisaban. Cuando se trataba de un empréstito, intervenía al punto el judío de corte, facilitándolo con ayuda de hebreos de otras capitales o centros financieros. Si un gobierno quería saldar una deuda vencida, pero sin confiar el precioso metal a un convoy a través de terrenos peligrosos, también aparecía el judío, que se hacía cargo del asunto; extendía sencillamente un papel, y cualquier institución bancaria establecida en la otra capital pagaba el importe. Cuando por primera vez se proveía un ejército con pertrechos modernos, igualmente se encargaba de ello un judío que poseía el dinero suficiente y disponía también del sistema adecuado. Lograba, además, la satisfacción de convertirse en acreedor de toda una nación.
Esta táctica, que prestó a aquella raza servicios admirables hasta en las mayores adversidades, no ofrece hoy el menor indicio de modificación. Bien puede comprenderse que el judío, al notar la enorme influencia que su raza numéricamente tan insignificante ejerce actualmente sobre la mayoría de los gobiernos, considerando la desproporción entre el número y el poder de su pueblo, quisiera ver en tales hechos una fehaciente prueba de una superioridad racial.
En Inglaterra se reía el hebreo del pronunciado antisemitismo del pueblo inglés. ¿No tenía acaso, detrás suyo a toda la nobleza? ¿No apretaba en sus manos todos los hilos de la bolsa londinense? Dicha táctica de ir "derecho al cuartel general" explica perfectamente la omnipotente influencia que tiene el Judaísmo sobre tantos gobiernos y la política de los pueblos. Semejante táctica pudo desarrollarse con facilidad por la habilidad del judío de poder ofrecer en cualquier momento aquello que los Gobiernos precisaban. Cuando se trataba de un empréstito, intervenía al punto el judío de corte, facilitándolo con ayuda de hebreos de otras capitales o centros financieros. Si un gobierno quería saldar una deuda vencida, pero sin confiar el precioso metal a un convoy a través de terrenos peligrosos, también aparecía el judío, que se hacía cargo del asunto; extendía sencillamente un papel, y cualquier institución bancaria establecida en la otra capital pagaba el importe. Cuando por primera vez se proveía un ejército con pertrechos modernos, igualmente se encargaba de ello un judío que poseía el dinero suficiente y disponía también del sistema adecuado. Lograba, además, la satisfacción de convertirse en acreedor de toda una nación.
Esta táctica, que prestó a aquella raza servicios admirables hasta en las mayores adversidades, no ofrece hoy el menor indicio de modificación. Bien puede comprenderse que el judío, al notar la enorme influencia que su raza numéricamente tan insignificante ejerce actualmente sobre la mayoría de los gobiernos, considerando la desproporción entre el número y el poder de su pueblo, quisiera ver en tales hechos una fehaciente prueba de una superioridad racial.
Henry Ford; del libro "El Judío Internacional."
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