A las cuatro de la tarde del 13 de febrero de 1883
exhalaba su postrer suspiro el creador del drama musical. Allá, en la estancia del
palacio Vendramin Calergi, de Venecia, donde Wagner, a pesar de su delicado estado
de salud, se había entregado al trabajo, estaban con el coloso su esposa, Cósima
Liszt, y su fiel amigo Paul von Joukowsky: el amor y la amistad. Jukowsky lloraba
silenciosamente; Cósima, transida de dolor, al besar la frente del amado, cuya
noble cabeza tenía apoyada sobre sus rodillas, recordaba las terribles luchas
materiales soportadas en común, antes y aun después de la protección de Luis II
de Baviera y del apoteosis de Bayreuth.
La desolada esposa evocaba la terminación del teatro
erigido sobre la colina sagrada, y el primer ensayo: Richard Wagner, ante el
atril, haciendo brotar, con su batuta, los acordes mágicos de una orquesta invisible;
ofreciendo el encanto sublime del metal y de la cuerda, maravillosamente combinados;
animando en la escena, con sus gestos imperiosos y sus miradas llenas de fuego
a los artistas, poseídos a su vez, por la mística embriaguez de un mundo de
ensueño. Iluminado por una simple lámpara de petróleo, colocada delante de la
partitura sobre una caja de madera, el perfil del maestro proyectaba la sombra
fantástica de su cabellera en desorden, su frente desmesurada, su nariz aguileña
y su triunfante maxilar.
Aquel perfil se apagó en la dulzura augusta de la muerte,
el 13 de febrero de
1883. Dos días después, el cuerpo del titán era
trasladado a Bayreuth, y en el jardín de la casita de Wahnfried, reposan bajo un
gran bloque de mármol, los restos del músico inmortal.
Toda la vida de labor del gran compositor tendió,
especulativa y prácticamente, a hallar el punto de unión de la música y el
drama. Wagner no procuró más que la fusión de estos dos elementos. La música, en
sus dramas, debía ser y figurar como un todo orgánico, registrándose entre una y
otro, una perfecta correspondencia, no sólo en el carácter general, sino
también en los más minuciosos detalles. En una palabra, que el drama no podía
separarse de la música. Según Wagner, la concepción operística italiana, daba o
dejaba a la música una misión preeminente. La música, en las óperas italianas,
tenía una propia estructura formal: podía regirse, y se regía, por sí misma,
estuviese o no inspiraba por el drama y connaturalizada con él.
La reforma realizada por Wagner tendió, pues, a la
creación de un teatro lírico genuinamente alemán, y de tal modo lo logró, que
puede decirse que Wagner es el mismo Teatro Lírico Germánico.
El Teatro Wagneriano es típicamente alemán, sin ser ni el
principio ni la continuación de un teatro nacional. No tuvo precursores, ni ha
tenido, hasta el presente, continuadores
Podría citarse a Wolfgang Amadeus Mozart, a Christoph
Willibald Gluck, a Carl María von Weber, entre los precursores del Wagnerismo; pero
el primero es espiritualmente italiano, la revolución musical del segundo tuvo escasa
trascendencia, y von Weber sólo en su aspecto lírico era realmente alemán.
Y de los continuadores. Wagner dio de su pensamiento y de
su estética una expresión tan definitiva, que después de él no ha sido posible
modificarlos.
El discípulo más ferviente de Wagner fue, tal vez. Franz
Schreker quien también obedecía al principio de la confesión, pero con una
tendencia más marcada hacia el efecto escénico. Eugen d'Albert, el autor de ‘Tierra
baja’, se resiente de las influencias ítalo-veristas. Engelbert Humperdinck
fue, acaso, el mejor representante del folklore autóctono, pero se diferencia
del autor de la Tetralogía por la brevedad de sus ritmos, por la reserva de su
sensibilidad y por su concepción del arte dramático. Richard Strauss es ante
todo un colorista. Max Reger, Anton Bruckner, Hans Pfitzner, Arnold Schönberg, siguen
otros derroteros.
Las teorías musicales de Wagner, que sólo un contado número
de escogidos admitió sin reservas en un principio, son hoy artículo de fe para
todos los melómanos. La hegemonía de Wagner sobre todos los escenarios líricos
es absoluta. Cuando se desea una obra que no sirva únicamente para recreo del
oído, sino que sea traducción de conceptos filosóficos y de sentimientos íntimos,
hay que volver los ojos a Wagner.
El tiempo, que suele apagar glorias y memorias, sólo ha servido
en este caso para agrandar, dándole proporciones gigantescas, la figura del
músico de Leipzig. Y es que su obra -verdadera obra de arte- lleva la marca de
un genio creador y será imperecedera.
Barcelona, que siempre rindió fervoroso culto a Wagner;
que fue de las primeras en comprender al Maestro; que veces y veces ha alentado
la celebración de festivales y ciclos Wagnerianos, espera, seguramente, para
tributar un nuevo público homenaje a la memoria del gran músico, las representaciones
con que en el Liceo se quiere conmemorar el cincuentenario del vuelo del alma
del autor de ‘Parsifal’ hacia la región de las eternas serenidades.
U. F. Zanni; febrero de 1933.
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