I
Los historiadores de Verona (¡qué decepción!) han
decidido intervenir en la inmortalidad de Julieta, la ardiente enamorada de
Romeo; los historiadores de Verona parece que se oponen a retener en sus dominios
a Julieta. La heroína de Shakespeare no ha existido; aquellos célebres y tráficos
amores son una pura invención poética; nunca los Capuleto han vivido en Verona,
nunca tuvieron allí casa.
De modo que el famoso balcón, lugar común predilecto de
tantos vates nocturnos “que esperan cantando el día”, es un delirio de
dramaturgo, es un balcón pintado en cualquier muro de cualquier ciudad. “Leyenda,
sí, pura leyenda” (dirá sonriendo, el sesudo académico). Los inexorables
eruditos de Verona se han creído obligados a dar inmediatamente al César lo que
es del César y (suponemos que con toda solemnidad) han arrancado la lápida
conmemorativa emplazada en la supuesta casa de la inexistente Julieta, y seguramente
fijarán allí otra que diga: “Aquí donde se decía que había nacido y amado una
tal Julieta Capuleto...”, etcétera.
Y, ya, en los dominios de la fábula, harán desdeñosamente
entrega del ente imaginario a los poetas. Y, en adelante, los guías no podrán
alzar el brazo y señalar al balcón, diciendo:
-Ésta es la casa donde vivió la célebre Julieta...
No. En lo sucesivo, tendrán que decir:
-Ésta es la casa donde tantos años se dijo que había
vivido Julieta; pero no hay tal Julieta, ni tal balcón; todo fue una alucinación
de la mente acalorada de un inglés.
Y los pobres viajeros se sentirán defraudados y blasfemarán
de los eruditos de Verona, aguafiestas del turismo. Porque, ¿quién sentirá ya
deseos de ir a Verona? ¿Para que le digan que allí “durante tantos años se dijo
que...”? Italia ha perdido ese apeadero espiritual dónde tomar un aperitivo
romántico. La mano que rige los destinos del país debió poner una mordaza a tan
impertinentes eruditos. El turismo ha perdido un balcón y un parador. Verona es
ya, desde ahora, apenas una ciudad también pintada.
II
Esos fríos eruditos lo dejaron bien sentado. Ninguna
poesía. Lo que hubo en Verona. No fue tal o cual adolescente apasionada, sino
un partido político, llamado “Los Capuleto”. Existió no cierta Capuleto que
idolatraba a un Montesco, sino una facción que machacaba a otra. O, dos facciones
que, alternativamente, se venían machacando. Un grupo, no una familia. Probablemente,
los Capuleto eran individuos irritables de una irritable tertulia que, después
de beber concienzudamente en alguna hostería emplazada bajo lo que se creyó
cátedra lírica, se entregaban al nobilísimo deporte de apalear a Los Montesco, es
decir, a los de la tertulia de enfrente. Sí, probablemente hubo balcón, pero
allí no se recitaron endecasílabos; desde allí (sencillamente) se daría algún mitin.
¡Infeliz Verona e infeliz poesía! Entre la Erudición y la Política se nos está poniendo el mundo inhabitable. Sin lápidas, o con lápidas
falsas (dedicadas a falsos valores), con balcones pintados para “hacer el
juego”, un “juego” meramente simétrico, como aquellas ventanitas de Pascal.
Guyau se preguntaba si el espíritu científico iría poco a
poco derrumbando las obras alzadas por la imaginación. (Mal siglo el suyo para
la ciencia, puesto que todo se envenenó de inútil, de pedantesco
“cientificismo”).
Creo que no es precisamente la ciencia, el enemigo: el
enemigo es, como siempre, el merodeador catecúmeno de la ciencia. Porque el
auténtico sacerdote, en contacto con los grandes misterios, siente en lo más hondo
de cada problema científico una palpitación poética; él sabe muy bien cómo los
hechos se producen, cómo se elabora lentamente la historia, con qué elementos mágicos
se tropieza siempre, al intentar remover sus orígenes. Sólo el merodeador catecúmeno
(sucesor del desacreditado y viejo “materialista histórico”) suele envanecerse de
poseer soluciones claras: los verdaderos hombres de ciencia se atienen hoy a
alguna sencilla pregunta incontestada, para ellos la ciencia es una abrumadora cadena
de preguntas. “Los sabios (escribía Guyau) procuran satisfacernos y contestar a
nuestras preguntas: el poeta nos encanta con la misma interrogación”. Hoy las
respuestas son pocas, y el sabio, como el poeta, prefieren angustiarnos con
esas terribles preguntas que suenan como los aldabonazos a la puerta de toda
profunda intimidad humana…
III
Otra víctima de la zarpa erudita fue la mujer de Lot.
Todos conocen la historia de esta mujer, modelo de curiosas, convertida en
bloque salino por la cólera celeste... Pues bien, un ilustre excavador pretende
demostrar que no se produjo ese fenómeno. O que, si lo hubo, se produjo al
revés. Es decir, que no fue la mujer de Lot la que se convirtió en estatua de
sal, sino que fue una estatua de sal la que se convirtió en mujer de Lot.
Una estatua o un monolito salino de los que abundan por
aquellos terrenos, dio origen a la página bíblica que todos conocemos. Como algún
balcón pintado en la fantasía del genial inglés dio origen a la leyenda del
balcón de Verona. Dénle al poeta un pedrusco y les devolverá un palacio.
El mundo atraviesa zonas secas y zonas húmedas, zonas de
erudición y de “cientificismo” y zonas de exaltación y poesía. Probablemente
nos tocó vivir en una zona seca. Si así es, el tedio más pavoroso acabaría con
nosotros. Porque, entonces, conoceríamos todo lo que en el mundo “verdaderamente
ha ocurrido”, sabríamos distinguirlo bien de cuanto “nunca sucedió en la
realidad”. ¡Delicioso porvenir del conocimiento! Pasarse la vida corriendo de
nuevo la cortina sobre lápidas y estatuas que no corresponden a “la realidad”.
Y elevar un monumento a cualquier “realidad concreta”, por ejemplo, a Ford o a Krupp...
Pero, si todos los fabulosos Capuleto nos resultan “facciones
políticas”, como los de Verona; si todo, en el pasado y en el presente, se nos
transforma en hecho político, en problema económico... ¿no habrá a mano un
piadoso narcótico que nos traslade a un limbo, a un nirvana cualquiera?
Benjamín Jarnés; 25 de marzo de 1933.
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